Caminaba por las anchas vías de la plaza de la ciudad,
veía aquel suelo recubierto completamente por peculiares
figuras de concreto seco, solido, intacto; miraba a mi alrededor
y todo me parecía familiar, sentía que mi vida volvía al inicio,
que aquel hombre que caminaba, no era tal, sino un pequeño
que feliz cruzaba aquel sitio de esquina a esquina cada domingo.
Como olvidar aquellos tiempos, donde feliz me despertaba
los domingos, acelerado tomaba mi desayuno, y no podía esperar
para llegar allí, mi padre por su parte, quizás no tan emocionado
como yo, simplemente sonreía, y al salir de la casa, mi madre
con sus dulces facciones nos deseaba una buena mañana, sin
olvidarse del típico “pórtate bien”.
Una vez allá, todo parecía de ensueño, primero, corría hacia el
sitio donde una señora, amable y sonriente, arrendaba especies
sus vehículos a batería, me montaba rápidamente, y sin pensarlo
más presionaba el acelerador lo más fuerte que podía, solo
pensaba en lo entretenido que era sentir el viento que chocaba en
todo mi rostro y ver como las palomas velozmente huían de mi,
al verme pasar por su camino, atrás mi padre caminaba, saludando
de vez en cuando a algún conocido.
Después de dar las tres vueltas correspondientes, nos dirigíamos
a uno de los muchos carritos que alegremente ofrecían millones de
colores y sabores, yo por mi parte compraba la mágica pelota multicolor,
que en realidad era un globo cubierto de una delgada funda roja, verde,
blanca, amarilla y azul, y que anexada tenía un delicado elástico que me
permitía golpearla y ver su vaivén eterno…